10 abril, 2011

MATÍAS


El abuelo Matías vino a vivir a casa. Desde que se quedó solo, su vida en el pueblo era complicada, la casa no reunía las mínimas condiciones de higiene y él comía cualquier cosa. No se puede alimentar uno sólo con media lata de fabada, sin calentar, al día. Eso dijo mamá mientras papá permanecía callado. Así que vino a nuestra casa y lo instalaron en la pequeña habitación al lado de la cocina. Ese cuarto, en tiempos de bonanza había sido el del servicio pero, con la crisis, hacía tiempo que estaba vacío. Era un espacio pequeño y mal ventilado pero tenía un cuartito de baño independiente y eso era ideal para la próstata del abuelo. El abuelo Matías era un ser solitario, hablaba muy poco. Parecía, con su aspecto bonachón y su eterna sonrisa, un ser ensimismado. Siempre me gustó esa palabra que a él le venía como anillo al dedo. La verdad es que en casa daba muy poca guerra y se pasaba la mayor parte del día en el parque o haciendo algún recado que le mandaba mi madre o, cuando yo era pequeño, recogiéndome y llevándome al colegio. El resto de su tiempo, como ya he dicho, lo pasaba en el parque, sentado en un banco, sin relacionarse con otros ancianos ni jugar a la petanca. Siempre con su sonrisa y enfrascado en sus pensamientos que parecían llevarle muy lejos en el espacio y en el tiempo. Yo le preguntaba pero jamás me contestó. A papá le ponía muy nervioso, yo creo que su mera presencia le resultaba insoportable pero, eso se hacía más patente en la mesa, casi el único momento del día en el que coincidían. Este hombre, cuánto tarda en ponerle nata a las fresas, este hombre... y el abuelo simulaba no enterarse, se hacía el sordo más de lo que era. El abuelo se puso enfermo. El doctor dijo que se moriría pronto. Esto lo dijo procurando que el abuelo no lo escuchara pero él lo sabía. Lo deduje porque su sonrisa se hizo más expresiva, como si se alegrase de emprender ese viaje ansiado desde hacía tanto tiempo. Cuando murió, mamá encontró un paquete de cartas debajo de su cama. Estaban dentro de una caja. Las vi sin poder leerlas, parecían, a juzgar por su desgate, unos papeles leídos miles de veces. Creo que el abuelo las había leído cada noche desde que fueron escritas. Mamá las destruyó y, con ellas, el secreto del abuelo.

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