12 marzo, 2011

UN HOMBRE EN PARÍS

Antes de encontrarse con París había estado allí cuatro veces. Visitamos las ciudades pero formar parte de ellas sólo se produce algunas veces, cuando esto sucede, ya nadie, nunca, podrá separarnos.
Aquel día Antonio estaba melancólico y paseaba por los márgenes del Sena, atravesando el Pont des Arts se paró en medio, miro al río y hacia L´Ille de la Cité, después al cielo. París llevaba un vestido gris, de un gris tirando a rosa, chispeaba y ese maquillaje la hacía más hermosa todavía. París estaba como casi siempre está en invierno, como tantas veces la había visto, incluso desde ese lugar pero... fue entonces cuando se le metió dentro y, esa sensación, siempre le iba a acompañar aunque estuviera lejos, muy lejos.
Antonio vivió en París algunos años, allí pasaron muchas cosas, tantas, que fueron estrechando lazos, abriendo puertas en su alma, ocupando sitios y lugares de los que él ignoraba su existencia. Adoraba pasear aquellas calles, visitar el cementerio de Pere Lachese, el Jardín de Luxembourg, sentarse en los cafés... Nunca le gustó París en el verano, no le iba bien el sol, estaba fea, como si no fuera ella, como si fuera otra. Se sentía un extraño vampiro al que el exceso de sol le hacía daño.
Cuando llegaba el frío y lo ocupaba todo, compraba castañas asadas, las metía en los bolsillos para calentar sus manos, hechas para las caricias. Le gustaba acariciar , cerrar los ojos y como un ciego tocar la vida, inventarla como un ciego.
Ha pasado mucho tiempo. Ahora el hombre que pasea es un anciano buscando un reencuentro y una despedida,tal vez las dos vayan unidas, abrazadas. Ya nadie busca en sus manos sarmentosas el calor de una caricia, ya no necesita las castañas, aunque no ha perdido el recuerdo, la memoria de tocar, el placer de hacerlo. A medida que avanza en su paseo regresan, los fantasmas del pasado. Antonio sigue, se para en uno de los bouquinistes, busca algo. De pronto se detiene, lo ha encontrado. Antonio paga y acaricia un libro, son los poemas de amor de Benedetti,una vieja edición en la que otros ojos se habrán posado, con la que habrán aprendido a amar amando, a la que habrán acudido en momentos de dolor y desengaño. Antonio mete ese libro en el bolsillo y, mientras se dirige al Pont des Arts, buscando el lugar en el que tantas veces contempló su ciudad amada, lo acaricia con las yemas de sus dedos, cerrando los ojos como si estuviera ciego...Llega al centro del puente, mira la ciudad inalterable, al cielo. París viste de gris tirando a rosa, ese color que tan bien le ha sentado siempre, chispea. Antonio acaricia el libro entre sus dedos y se sumerge en la inmensidad del Sena.

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